Publicado: Vie Abr 03, 2009 12:13 am
por grognard
Curzio Malaparte cuenta en su libro "La piel" lo siguiente sobre el bombardeo de Hamburgo:

"Aquella noche Lanza estaba en casa de Ridomi y los dos amigos estaban sentados en la oscuridad, hablando de los destrozos de Hamburgo. Las Memorías del cónsul general de Italia en Hamburgo, narraban hechos terribles. Las bombas de fósforo habían prendido fuego a barrios enteros de la ciudad, haciendo gran número de víctimas. Hasta aquí nada de extraño; también los alemanes son mortales. Pero millares y millares de desgraciados, chorreando fósforo ardiendo, esperando apagar de esa manera el fuego que los devoraba vivos, se habían arrojado a los canales que atraviesan Hamburgo en todos sentidos y en el río, el puerto y los estanques, incluso en las tazas de las fuentes de los jardines públicos, o se habían hecho cubrir de tierra en las trincheras abiertas para inmediato refugio en caso de inesperado bombardeo por las calles y las plazas; donde, agarrados a la ribera o a las barcas, con el agua hasta la boca o sepultados hasta el cuello, esperaban que la autoridad encontrase por fin algún remedio contra aquel fuego traidor. Porque el fósforo es tal que se agarra a la piel como una lepra viva y quema sólo al contacto del aire. Apenas aquellos desgraciados sacaban un brazo del agua o de la tierra, el brazo se encendía como una antorcha. Para resguardarse de ello, aquellos desgraciados se veían obligados a permanecer sumergidos en el agua o sepultados bajo tierra como los condenados del Infierno del Dante. Patrullas de socorro iban de un condenado a otro, llevándoles bebidas y alimentos, atando con cuerdas a la ribera a los sumergidos para que al abandonarse, vencidos por el cansancio, no se ahogasen, y probando un ungüento tras otro, pero en vano, porque mientras untaban un brazo, una pierna, un hombro, sacados por un instante del agua o de la tierra, las llamas se despertaban de nuevo como serpientes encendidas, y nada bastaba para detener aquella horrible lepra ardiente.
Durante algunos días, Hamburgo ofreció el aspecto de Dite, la ciudad infernal. Aquí y allá en las plazas, en las calles, en los canales, en el Elba, millares y millares de cabezas emergían del agua o de la tierra, y aquellas cabezas, que parecían fruto del hacha del verdugo, lívidas de espanto y dolor, movían los ojos, abrían la boca, hablaban. En torno a aquellas horribles testas, incrustadas en el pavimento de las calles y flotando en la superficie del agua, andaban y acudían de día y de noche los familiares del condenado, una muchedumbre sucia y desharrapada que hablaba en voz baja como para no turbar la horripilante agonía y les llevaban alimentos, bebida, ungüentos; quién un almohadón que poner bajo la nuca de su desgraciado familiar; otros, sentados al lado del sepulcro, le daban aire con un abanico para aliviarlo del calor del día; quiénes protegían la cara del sol bajo una sombrilla y le secaban la frente empapada de sudor, o le humedecían los labios con un pañuelo mojado o le arreglaban el cabello con un peine, o quién inclinándose desde una barca o desde la ribera del canal o del río, reconfortaba a los condenados arracimados en las cuerdas o flotando al amor de la corriente. Numerosos perros corrían aquí y allá ladrando, lamiendo el rostro del dueño enterrado o se arrojaban a nado para socorrerlo. Acaso alguno de aquellos condenados, movido por la impaciencia o por la desesperación, lanzaba un agudo grito, tratando de salir fuera del agua o la tierra y poner fin al sufrimiento de aquella inútil espera; pero en el acto, al contacto del aire, los miembros se inflamaban y llamas horrendas se encendían entre aquellos desesperados y sus familiares que a puñetazos, o pedradas o bastonazos, o con todo el peso de su propio cuerpo, se esforzaban en volver a meter en el agua o en la tierra aquella horrenda testa.
Los más valientes, los más pacientes, eran los chiquillos que no gritaban, no lloraban, que volvían los ojos para mirar serenamente el horrendo espectáculo, sonriendo a sus familiares, con esa maravillosa resignación del chiquillo que perdona la impotencia del adulto y siente piedad de los que no pueden ayudarle. Apenas caía la noche, nacía por doquier un suspiro, un murmullo, como el viento en la hierba, y esos millares y millares de cabezas miraban al cielo con ojos encendidos de terror.
Al séptimo día se dio orden de alejar a la población civil de aquellos lugares donde los condenados estaban sepultados en la tierra o sumergidos en el agua. La multitud de parientes se alejó en silencio, rechazada con dulzura por los soldados y enfermeros. Los condenados permanecían solos. Un balbuceo de terror, un rechinar de dientes, un llanto sofocado, brotaba de aquellas horribles cabezas emergiendo del agua o de la tierra, a lo largo de las riberas del río, en las calles y las plazas desiertas. Durante todo el día aquellas cabezas hablaron entre ellas, lloraron, gritaron, con la boca a flor de tierra, haciendo horrendas muecas, mostrando la lengua a los schupos de guardia en las esquinas, y parecía que se comiesen la tierra y escupiesen los guijarros. Después cayó la noche, y sombras misteriosas rondaban en torno a los condenados y se inclinaban sobre ellos, en silencio. Columnas de camiones con los faros apagados llegaban y se detenían. Se alzaba de todas partes un estrépito de palas y azadones, ruido de agua, el golpe seco de los remos en las barcas y gritos rápidamente apagados, lamentos y secos pistoletazos."


He estado buscando información en internet (en español) y no he encontrado ninguna referencia digna de crédito que refrende o niegue lo que cuenta Malaparte en su libro. Me gustaría saber si alguien tiene alguna información relativa a este tema, sea para afirmarla o para rebatirla.
Gracias