Publicado: Jue Jul 05, 2012 3:06 pm
por grognard
Richard Hiedrich escribió:La simplicidad del perro mina fue un atractivo concepto en 1942, cuando el ejército ruso estaba todavía en apuros para mantener la lucha contra los invasores alemanes en Chequia.


Por aquello de la exactitud de los datos, y dado que parece un error de traducción, el ejército ruso comenzó a utilizar los perros antitanque en 1941, en plena operación Barbarroja, y ésta no se desarrolló en Chequia, país, por cierto, que no existía aún en la época de la SGM. En aquel momento Checoslovaquia formaba parte del Protectorado de Bohemia y Moravia, con la excepción de los Sudetes, que habían sido anexionados por Alemania. No sería hasta el 1 de enero de 1993, con la división pacífica del país, cuando surgiesen la República Checa, por un lado, y Eslovaquia por otro.

Ya comenté en un post anterior (viewtopic.php?f=28&t=705&p=53095) que Curzio Malaparte fue testigo del uso de los animales durante al avance alemán.

He encontrado el texto en cuestión:

"Un buen día los alemanes empezaron dar caza a los perros. Al principio creí que podía haberse declarado algún caso de rabia y que por eso el general Von Schobert había ordenado exterminar a los perros. Más tarde me di cuenta de que el motivo tenía que ser otro. Nada más entrar en los pueblos, antes incluso de la caza de los judíos, empezaba la caza de los perros. Grupos de SS y de Panzerschützen corrían por las calles disparando sus fusiles ametralladores y lanzando granadas de mano contra esos pobres perros mestizos de pelaje amarillento, ojos rojos y brillantes y patas torcidas, los hacían salir de los huertos y setos y los perseguían ferozmente por los campos. Los pobres animales huían a los bosques, se escondían en las zanjas y los fosos, tras las empalizadas de los huertos o corrían a buscar refugio en las casas, agazapándose en los rincones, debajo de los jergones de los campesinos, tras la estufa o bajo los bancos. Los soldados alemanes entraban en las casas, los hacían salir de sus escondites y los sacrificaban a culatazos con el fusil.

A la hora de cazar, los más feroces eran los pilotos de los tanques, los Panzerschützen. Parecía que se la tuvieran jurada a esas pobres bestias. «Pero ¿por qué?», les preguntaba yo a los Panzerschützen. «Pregúnteselo a los perros», contestaban lacónicos los Panzerschützen, y fruncían el ceño y me daban la espalda.

Sin embargo, los viejos cosacos que se sentaban a las puertas de las casas reían por lo bajo mientras se daban palmadas en las rodillas. «Ah, pobres perros —decían—. Ah, biednie sobachkü», y reían con malicia, como si lo que despertara su compasión no fueran aquellos pobres animales, sino los pobres alemanes. Las ancianas asomadas en las empalizadas de los huertos, las muchachas que bajaban al río con los baldes colgados de un yugo en equilibrio sobre los hombros, los niños que iban a los campos para dar piadosa sepultura a los pobres perros asesinados, todos lucían una sonrisa triste y, a la vez, maliciosa. Por las noches, en los bosques y campos, se oían ladridos aislados, aullidos lastimeros, alaridos desesperados; los perros escarbaban la tierra en torno a los huertos y las casas en busca de comida y los centinelas alemanes gritaban «¿Quién vive?» con voz extraña. Se notaba que tenían miedo de algo terrible y misterioso, que temían a los perros.

Una mañana me encontraba en un observatorio de artilleros siguiendo de cerca el ataque de una Panzerdivisión alemana. Las unidades de carros pesados aguardaban la orden de ataque parapetadas en el bosque. Era una mañana transparente y fría; yo contemplaba los campos brillantes de escarcha, las selvas de girasoles negras y amarillas bajo el sol naciente (el sol era el mismo que describe Jenofonte en el tercer libro de la Anábasis; surgía frente a nosotros, entre los vapores rosáceos del horizonte, igual a un dios joven y antiguo, desnudo y rosado en medio del océano azul verdoso del cielo, y se elevaba iluminando la columnata dórica del Piatiletka, las columnas del Partenón de cemento, cristal y acero de la industria pesada de la URSS), y de pronto divisé la columna de tanques que salía del bosque y formaba en abanico en la llanura.

Poco antes del inicio del ataque había llegado al observatorio el general Von Schobert, que escrutaba el campo de batalla y sonreía. Los tanques y las unidades de asalto, que avanzaban dejando tras de sí el rastro de las orugas, parecían grabados con un buril sobre la inmensa plancha de cobre de la llanura que se extiende al sureste de Kiev; había algo de Durero en la grandiosidad de aquella escena trazada con escrupulosa precisión, en aquellos soldados envueltos monstruosamente en redes de camuflaje como los antiguos reciarios, destacados como figuras alegóricas en el borde del grabado de cobre, en aquella perspectiva amplia y profunda llena de árboles, carromatos, cañones, automóviles, hombres, caballos, colocados en posturas y actitudes diversas en un primer plano sobre la pendiente que desde el observatorio desciende suavemente hasta el Dniéper; y también más allá, donde la perspectiva gana en amplitud y profundidad, en aquellos hombres encogidos en el interior de los tanques, con el fusil ametrallador al hombro, en las tripas de los Panzer repartidos aquí y allá entre la hierba alta y las plantaciones de girasoles. Había algo de Durero en la gótica laboriosidad de los detalles, perceptible a simple vista, como si en la quijada abierta del caballo muerto, en el herido que se arrastraba entre los arbustos, en el soldado apoyado en el tronco del árbol con la mano abierta para protegerse del reverbero del sol, el buril del grabador se hubiese detenido a descansar un instante y el peso de la mano hubiese abierto en el cobre una oquedad más profunda. Hasta las roncas voces, los relinchos, los escasos y secos disparos de los fusiles y el chirrido áspero de las orugas parecían grabados por Durero en el aire transparente y frío de aquella mañana de otoño.

El general Von Schobert sonreía, aunque ya se cernía sobre él la sombra de la muerte, una sombra tenue, semejante a una tela de araña; y él sin duda notaba el peso de esa tenue sombra sobre su frente, sabía ya sin duda que a los pocos días caería en los suburbios de Kiev y que su misma muerte habría de tener algo de aquella caprichosa gracia vienesa que se traslucía en la elegancia algo frívola de sus maneras. (Sin duda él sabía ya que días más tarde moriría al aterrizar con su pequeño aparato, una «cigüeña», en el aeropuerto de Kiev, recién ocupada; las ruedas de la «cigüeña», al posarse sobre la hierba del campo, debieron de activar una mina y el general desapareció en medio del bouquet de flores rojas de una explosión inesperada; lo único que quedó intacto sobre la hierba del aeropuerto fue su pañuelo de tela azul con las iniciales bordadas en blanco.) El general Von Schobert era uno de esos antiguos señores bávaros para quienes Viena no es sino un sobrenombre afectuoso de Munich. Un aura antigua y juvenil y un regusto démodé se desprendían de su perfil enjuto y su sonrisa irónica y triste, y había una extraña y fantasiosa melancolía en la voz con la que en Bálti, en Besarabia, me decía: «Wir besiegen unsern Tod, nosotros vencemos a nuestra muerte». Y lo que quería decir era que la victoria última de los alemanes sería la muerte del pueblo germano; la nación alemana, con sus victorias, terminaría por conquistar su propia muerte. Esa mañana contemplaba sonriendo la columna de tanques que formaban en abanico en la llanura de Kiev; a un lado de ese grabado de Durero se leía «Wir besiegen unsern Tod» escrito en antiguas letras góticas.

Los tanques, seguidos por las unidades de asalto, habían penetrado en las profundidades de la llanura desierta (tras los primeros disparos, un espeso silencio había caído sobre la inmensa superficie cubierta de rastrojos y hierbas quemadas por la primera helada del otoño, era como si los rusos hubiesen abandonado el campo de batalla para huir al otro lado del río; de vez en cuando una bandada de pájaros de gran tamaño alzaba el vuelo entre las acacias; en los prados, nubes de pajarillos grises, similares a los gorriones, se levantaban trinando y sus alas desprendían un brillo que quedaba eclipsado por el sol naciente; en un estanque lejano, dos patos alzaron el vuelo y se pusieron a batir las alas despacio) cuando, de repente, aparecieron unos puntos negros procedentes de un bosque lejano, y luego más, y más todavía; se movían a toda velocidad, desaparecían entre los matorrales y reaparecían más cerca, dirigiéndose raudos hacia los Panzer alemanes. «Die Hunde! Die Hunde! ¡Los perros! ¡Los perros!», gritaron aterrorizados los soldados que estaban con nosotros. Llegaban con el viento unos ladridos alegres y feroces, los ladridos de la jauría cuando está a punto de dar caza al zorro.

Ante el inesperado asalto de los perros, los Panzer habían empezado a zigzaguear y a abrir fuego con toda su furia. Las unidades de asalto que seguían a los Panzer se habían detenido y tras unos momentos de vacilación se dispersaron en todas direcciones como presas del pánico.

El tableteo de las ametralladoras llegaba nítido y suave, como el tintineo de un cristal. Los ladridos de la jauría empezaban a ahogar el rabioso rumor de los motores y de vez en cuando se oía una voz débil que el viento apagaba con su incesante susurro entre la hierba. «Die Hunde! Die Hunde!» Y entonces llegó el sonido sordo de una explosión, luego otra, y otra más; vimos dos, tres, cinco Panzer volando por los aires y sus planchas metálicas centelleando en medio de una alta fuente de tierra.

«¡Ah, los perros!», dijo el general Von Schobert pasándose la mano por la cara. (Eran «perros anticarro», adiestrados por los rusos para ir a buscar su alimento bajo la panza de los tanques. Ante un ataque inminente, los llevaban al frente y los dejaban en ayunas durante un día o dos; cuando los Panzer alemanes salían de los bosques y formaban en la llanura, los soldados rusos gritaban «Poshol! Poshol! ¡Corred, corred!» y soltaban a la hambrienta jauría; los perros llevaban sobre el lomo una mochila cargada de potentes explosivos con una antena de contacto que sobresalía como una pequeña antena de radio, y corrían ávidos y veloces hacia los tanques buscando su alimento bajo el vientre de los Panzer alemanes; en cuanto se metían bajo los tanques, éstos salían volando por los aires.) «Die Hunde! Die Hunde!», gritaban los soldados que estaban con nosotros. Pálido como un muerto y con una sonrisa triste estampada en sus labios exangües, el general Von Schobert se pasó la mano por la cara, me miró y dijo con voz mortecina:

—Oh! Pourquoi, pourquoi? Les chiens aussi!

De ahí que los soldados alemanes estuvieran cada día más irascibles y se entregaran a la caza de perros con una furia despiadada, y de ahí que los viejos cosacos se rieran dándose palmadas en las rodillas. «Ah, biednie sobachki! ¡Ah, pobres perros», decían. Por la noche se oían ladridos en la negra llanura y el afanoso escarbar junto a las empalizadas de los huertos. «¡Quién vive!», gritaban los centinelas alemanes con voz extraña. Los muchachos de los pueblos se despertaban, saltaban de la cama, abrían la puerta despacio, con cuidado, y con voz queda llamaban en la oscuridad: «Idísuda, idísuda; ven aquí, ven aquí».

Una mañana le dije al Sonderführer de Melitopól:

—Cuando los hayáis matado a todos, cuando en Rusia no quede ni un perro, serán los chiquillos rusos los que irán a tirarse bajo la panza de los tanques.

—Ach, son todos de la misma raza —respondió—. Todos unos hijos de perra.
Y se alejó escupiendo al suelo con profundo desprecio
."

Curzio Malaparte. Kaputt.

Creo que el general Von Schobert a que se refiere Malaparte podría ser Eugen Ritter Von Schobert
http://en.wikipedia.org/wiki/Eugen_Ritter_von_Schobert