Publicado: Sab Dic 23, 2006 1:30 am
por La Rosa Blanca
Permitidme transcribir un pasaje del libro "El Retorno de los Brujos", de Louis Pauwels y Jacques Bergier (Ed Plaza i Janés 1971):

…Desde 1934 a 1940, Jacques Bergier fue colaborador de André Helbronner, uno de los hombres notables de nuestra época. Helbronner, asesinado por los nazis en Buchenwald, en marzo de 1944, había sido en Francia el primer catedrático de Química - Física. De esta ciencia, fronteriza entre las dos disciplinas, nacieron después gran número de otras ciencias: la electrónica, la física nuclear, la estereotrónica. Helbronner debía recibir la gran medalla de oro del Instituto Franklin por sus descubrimientos sobre los metales coloidales. Se había interesado igualmente por la licuefacción de los gases, por la aeronáutica y por los rayos ultravioleta.

En 1934, se consagraba a la física nuclear y había montado, con el concurso de grupos industriales, un laboratorio de investigación nuclear, donde se obtuvieron resultados de gran interés hasta 1940. Helbronner era además perito ante los Tribunales para todos los asuntos referentes a la transmutación de los elementos, y esto dio ocasión a Jacques Bergier de conocer a un cierto número de falsos alquimistas, timadores o iluminados; y a un alquimista verdadero.

Mi amigo no supo jamás el verdadero nombre de este alquimista y, si lo hubiera sabido, se habría guardado muy bien de dar demasiados detalles. El hombre del que vamos a hablar desapareció hace ya mucho tiempo, sin dejar rastro visible. Ha entrado en la clandestinidad, después de haber cortado voluntariamente todos los puentes que le unían con el siglo. Bergier está convencido de que se trataba del hombre que, bajo el seudónimo de Fulcanelli, escribió allá, por el año 1920 dos libros extraños y admirables: "Las moradas filosofales" y "El misterio de las catedrales". Estos libros fueron editados gracias a las gestiones de M. Eugéne Canseliet, que jamás reveló la identidad del autor. Figuran, ciertamente, entre las obras más importantes sobre la alquimia. Manifiestan unos conocimientos y una sabiduría extraordinarios, y conocemos a más de un hombre de elevado espíritu que venera el nombre legendario de Fulcanelli.

"¿Podría - escribe M. Eugéne Canseliet -, al llegar a la cima del conocimiento, negarse a obedecer las órdenes del Destino? Nadie es profeta en su tierra. Este antiguo adagio nos da, tal vez, la razón oculta del trastorno que provocó, en la vida solitaria y estudiosa del filósofo, la chispa de la revelación. Bajo los efectos de esta divina llama, el hombre se consume por entero. Nombre, familia, patria, todas las ilusiones, todos los errores, todas las vanidades, caen hechos polvo. Y de estas cenizas, como el fénix de los poetas, renace una nueva personalidad. Así, al menos, lo quiere la tradición filosófica.
"Mi maestro lo sabía. Desapareció cuando sonó la hora fatídica, cuando se cumplió la señal. ¿Quién se atrevería a sustraerse a la ley? Yo mismo, a pesar de la laceración de una separación dolorosa, pero inevitable, si me ocurriera hoy el feliz acontecimiento que obligó a mi maestro a huir de los homenajes del mundo, no me comportaría de otra manera."

M. Eugéne Canseliet escribió estas líneas en 1925. El hombre que dejaba a su cuidado la edición de sus obras se disponía a cambiar de aspecto y de ambiente. Una tarde de junio de 1937, Jacques Bergier creyó tener excelentes razones para creer que se hallaba en presencia de Fulcanelli.
A petición de André Helbronner, mi amigo se entrevistó con el misterioso personaje en el prosaico escenario de un laboratorio de ensayos de la Sociedad del Gas, de París. He aquí, íntegra, su conversación:

-M. André Helbronner, del que tengo entendido que es usted ayudante, anda buscando la energía nuclear. M. Helbronner ha tenido la amabilidad de ponerme al corriente de alguno de los resultados obtenidos, especialmente de la aparición de la radiactividad correspondiente al polonio, cuando un hilo de bismuto es volatilizado por una descarga eléctrica en el seno del deuterio a alta presión. Están ustedes muy cerca del éxito, al igual que algunos otros sabios contemporáneos. ¿Me permite que le ponga en guardia? Los trabajos a que se dedican ustedes y sus semejantes son terriblemente peligrosos. Y no son sólo ustedes los que están en peligro, sino también la Humanidad entera. La liberación de la energía nuclear es más fácil de lo que piensa. Y la radiactividad superficial producida puede envenenar la atmósfera del planeta en algunos años.
Además, pueden fabricarse explosivos atómicos con algunos gramos de metal, y arrasar ciudades enteras. Se lo digo claramente: los alquimistas lo saben desde hace mucho tiempo.

Bergier se dispuso a interrumpirle, protestando. ¡Los alquimistas y la física moderna! Iba a prorrumpir en sarcasmos, cuando el otro le atajó:

-Ya sé lo que va a decirme: los alquimistas no conocían la estructura del núcleo, no conocían la electricidad, no tenían ningún medio de detección. No pudieron, pues, liberar jamás la energía nuclear. No intentaré demostrarle lo que voy a decirle ahora, pero le ruego que lo repita a M. Helbronner: bastan ciertas disposiciones geométricas, sin necesidad de utilizar la electricidad o la técnica del vacío. Y ahora me limitaré a leerle unas breves líneas.

El hombre tomó de encima de su escritorio la obra de Frédéric Soddy: L'interprétation du Radium, la abrió y leyó:

"Pienso que existieron en el pasado civilizaciones que conocieron la energía del átomo y que fueron totalmente destruidas por el mal uso de esta energía."
Después prosiguió:

-Le ruego que admita que algunas técnicas parciales han sobrevivido. Le pido también que reflexione sobre el hecho de que los alquimistas mezclaban preocupaciones morales y religiosas con sus experimentos, mientras que la física moderna nació en el siglo XVIII de la diversión de algunos señores y de algunos ricos libertinos. Ciencia sin conciencia... He creído que hacía bien advirtiendo a algunos investigadores, aquí y allá, pero no tengo la menor esperanza de que mi advertencia fructifique. Por lo demás, no necesito la esperanza.

Bergier se permitió hacer una pregunta:

-Si usted mismo es alquimista, señor, no puedo creer que emplee su tiempo en el intento de fabricar oro, como Dunikovski o el doctor Miethe. Desde hace un año, estoy tratando de documentarme sobre la alquimia y sólo he tropezado con charlatanes o con interpretaciones que me parecen fantásticas. ¿Podría usted, señor, decirme en qué consisten sus investigaciones?

-Me pide usted que resuma en cuatro minutos cuatro mil años de filosofía y los esfuerzos de toda mi vida. Me pide, además, que le traduzca en lenguaje claro conceptos que no admiten el lenguaje claro. Puedo, no obstante, decirle esto: no ignora usted que, en la ciencia oficial hoy en progreso, el papel del observador es cada vez más importante. La relatividad, el principio de incertidumbre, muestran hasta qué punto interviene hoy el observador en los fenómenos. El secreto de la alquimia es éste: existe un medio de manipular la materia y la energía de manera que se produzca lo que los científicos contemporáneos llamarían un campo de fuerza. Este campo de fuerza actúa sobre el observador y le coloca en una situación privilegiada frente al Universo. Desde este punto privilegiado tiene acceso a realidades que el espacio y el tiempo, la materia y la energía suelen ocultarnos. Es lo que nosotros llamamos la Gran Obra.

-Pero, ¿y la piedra filosofal? ¿Y la fabricación de oro?

-Esto no son más que aplicaciones, casos particulares. Lo esencial no es la transmutación de los metales, sino la del propio experimentador. Es un secreto antiguo que varios hombres encontrarán todos los siglos.

-¿Y en qué se convierten entonces?

-Tal vez algún día lo sabré.

Mi amigo no debía volver a ver a aquel hombre, que dejó un rostro imborrable bajo el nombre de Fulcanelli. Todo lo que sabemos de él es que sobrevivió a la guerra y desapareció completamente después de la Liberación. Todas las gestiones para encontrarlo fracasaron.

La pila atómica, útil esencial para la fabricación de la bomba, era, efectivamente, "una disposición geométrica de sustancias extremadamente puras". En un principio, este útil, tal como había dicho Fulcanelli, no requería la electricidad ni la técnica del vacío. La memoria de Smyth aludía igualmente a radiaciones venenosas, a gases, a polvos radiactivos de extremada toxicidad y que podían prepararse en grandes cantidades con relativa facilidad. El alquimista había hablado de un posible envenenamiento de todo el planeta.

¿Cómo un investigador oscuro, aislado, místico, había podido prever o conocer esto? "¿De dónde te viene esto, alma del hombre, de dónde te viene esto?"

Hojeando las pruebas de la memoria, mi amigo recordaba también este pasaje de De Alchimia, de Alberto el Magno:

"Si tienes la desgracia de introducirte cerca de los príncipes y de los reyes, no cesarán de preguntarte: "Y bien, maestro, ¿cómo va la Obra? ¿Cuándo veremos por fin algo bueno?" Y, en su impaciencia, te llamarán pillo y tramposo y te producirán toda suerte de molestias. Y si no llegas a buen fin, sentirás todo el peso de su cólera. Si, por el contrario, tienes éxito, te guardarán con ellos en perpetuo cautiverio, con la intención de hacerte trabajar en su provecho."

¿Había sido por esto por lo que Fulcanelli había desaparecido y los alquimistas de todos los tiempos habían guardado celosamente su secreto?

El primer y último consejo dado por el papiro Harris era: "¡Cerrad las bocas! ¡Cerrad las bocas!"

Años después en Hiroshima, el 17 de enero de 1955, Oppenheimer declararía: "En un sentido profundo que ninguna ridiculez barata podría borrar, nosotros, los sabios, hemos conocido el pecado."

Y, mil años antes, un alquimista chino había escrito:

"Sería un terrible pecado revelar a los soldados el secreto de tu arte. ¡Atención! ¡Que no haya siquiera un insecto en el cuarto en que trabajas!"…