Publicado: Dom Dic 10, 2006 2:57 pm
por Bitxo
He preparado un articulito de opinión sobre el señor A. Speer. Si se considerase conveniente, podría ser movido al apartado de personajes. En cualquier caso, más allá de estar o no de acuerdo, espero que os guste.

ALBERT SPEER. La normalidad transgresora.


En Londres, el 1 de Septiembre de 1981, Jane Ellison anuncia el fallecimiento del hombre que tenía en sus brazos. Lo hace a su propia esposa, por teléfono, sin participar en la vida de engaño de su amante. Albert Speer ha muerto en el 42ú aniversario de la guerra que le encumbraría y lo llevaría a presidio durante 20 años en los cuales se dedicó a finalizar y lubricar esa coraza de fábula que le había salvado la vida en los juicios de Nüremberg.

Pero lo que más me llama la atención de Speer no es su capacidad para revestir su vida como ministro de uno de los gobiernos más terribles que haya concebido la Humanidad, con las típicas mentiras piadosas basadas en la ignorancia o en la sobredimensionada capacidad de su jefe para la hipnosis o hasta en cierta atracción sexual, amparada en la difícil expresión de esta en el caso del Führer; tampoco su reconocida capacidad organizadora ni mucho menos su más modesta capacidad arquitectónica; lo que realmente llama la atención de Speer son sus rasgos distintos del resto de los componentes de la cúpula nacionalsocialista: él no es un excombatiente de la PGM, acosado por el sentimiento de culpa de la derrota, excusado por una quinta columna compuesta de marxistas identificada racialmente en los judíos, amparado en esa sencilla mirada para tornarla con odio hacia la comunidad internacional y la propia República alemana, acusada de debilidad, vinculado a un movimiento populista y nacionalista, cohesionado por el racismo desesperado que homogeneizaría el atomismo de todas y cada una de las fracciones de la derecha, desde la más conservadora hasta la más radical; ni tan siquiera es un obrero frustrado por la falta de pan en su casa, la precariedad del trabajo para lograrlo y el hundimiento de toda estructura social que pudiera protegerle, dejando suplir este papel perdido por el Gobierno deceso de la República, por el de las facciones radicales que se disputan su cadáver, como un pececillo que se debate en las corrientes de un río revuelto, siendo arrastrado por una o por otra. Albert Speer es simplemente un hijo de familia adinerada, cuyo único infortunio es el desamor de sus padres, para nada vinculado con la política, lo cual se desprende de las cartas del aún joven Speer a su futura esposa, Margarette. Realmente, al superministro alemán, dotado de una normalidad fuera de sitio en su momento histórico, sólo puede unirle una cosa a la agresiva corriente que alteraría de manera dramática el futuro de Alemania y del mundo entero, ese cúmulo de sensaciones embriagadoras que un ser humano recoge fruto de su buen hacer, explotando no sólo sus cualidades como gestor, como hombre afable y de buena presencia, sino también sus limitaciones como la aparente frialdad emocional cual máscara de su necesidad de agradar a quien le rodea, que denominamos ambición cuando van destinadas a colmar el ego más allá de necesidades más apremiantes en cuanto nobles, como la ética, el bien social antepuesto al personal. No sería Speer el único, ni mucho menos, de entusiastas apolíticos, embriagados no obstante por la fuerza desencadenante de opciones inexistentes con anterioridad, que lucharían por un puesto donde realizarse mediante sus funciones como técnicos, auténticos mercenarios del hijo monstruoso de una democracia agónica, soñadores de una tecnocracia aséptica al horror considerado como mal menor, quizás innecesario, pero en todo caso inevitable y hacedor de un mundo nuevo: su mundo. Pero sólo Speer lograría lo que otros tan sólo intentaron: una proximidad al Dios de la Oportunidad, dado su poder magnético, que le catapultaría al escalafón más alto al que pudiera aspirar. Y pronto aprendería de él, como hacedor de oportunidades para soñadores despiertos, coleccionando técnicos, especialmente antiguos compañeros de la escuela de Tessenow, algunos especialmente brillantes, como Hans Peter Klinke, según algunos el verdadero creador de la "Catedral de la luz", que, frustrado ante la obstinada reticencia de su jefe a darles a conocer, prefiere marchar al frente donde morirá. El empeño de mantenerles en el anonimato de Speer es obvio en cuanto no es él el único artista próximo al Führer, teniendo que lidiar contra Hermann Giesler, al cual boicoteaba siempre que podía. No sería, sin embargo, Giesler su principal enemigo, pues Speer no era más que un técnico advenedizo y arrogante a ojos de la vieja guardia del NSDAP, que haría cuanto pudiese para frenar su carrera excesivamente apoyada en los intereses empresariales en una sociedad teóricamente comunitaria, algo que Hitler consideraría necesario para la modernización y promoción de la economía de guerra alemana, tratando siempre de calmar los ánimos de sus Gauleiter manteniendo las apariencias al supeditar a Speer a Göring, o colocando un fiel a Bormann para la tarea de recolección de mano de obra, Fritz Sauckel, algo que le vendría muy bien al arquitecto para salvar el cuello de la horca, pese a sus intentos para controlar este funesto aspecto de la producción, también disputado por el todopoderoso Himmler. Serían precisamente Bormann y Himmler los principales causantes de la caída en desgracia de Speer, más allá de la misteriosa aparición de su nombre en el hipotético gobierno post julio 1944. Es posible que esta sospechosa nominación tuviera que ver con su sorprendente comportamiento de última hora, cuando contrariaba las órdenes de destrucción de su desahuciado mentor. Y es que esa enorme capacidad de servicio de Speer al líder de turno, demostrada con ahínco en Nüremberg, no hacía más que señalarle. Resulta difícil pensar que un hombre tan ambicioso y libre de ataduras políticas y hasta éticas fuese reconvertido en un héroe justo cuando los nuevos amos de Alemania llamaban a las puertas. Cuando se observa al super ministro, tan distinto a los demás, cuya higiénica indiferencia hacia el doloroso momento histórico, trastocada por el hábil Himmler en su discurso de Posen, no puede uno más que adivinar intencionalidad en todos sus actos finales. Si bien esa normalidad fuera de sitio, tan alejada de la estridencia ideológica de sus jefes y compañeros, pero al tiempo tan despojada de ética hacia el perseguido, el esclavizado, el asesinado, aprovechando todos los resortes del Estado hitleriano para lograr sus fines como ministro fundidos con su ambición personal, no lograría vencer la lógica reticencia del Partido hacia individuos como él, sí le permitiría engañar a muchos y resultar interesante a los Aliados no sólo como pieza clave del entramado bélico, sino como representación del alemán medio, del que se dejó arrastrar por los acontecimientos, sintiéndolos ineluctables y sacándoles provecho. Porque si se colgaba a Speer, ¿a quién en Alemania no habría que colgar? ¿Y acaso no eran absolutamente necesarios todos esos técnicos y funcionarios para poder mantener en marcha los restos de la maquinaria estatal, de la cual no podían hacerse cargo las fuerzas de ocupación? ¿Y cómo podían evitar juzgarle si fue parte de la cúpula del Reich? Speer supo representar a la nueva generación alemana, la que había que cargar con la deshonrosa herencia del nazismo, convirtiéndose con su arrepentimiento y condena en una suerte de redentor para un sociedad que precisaba pasar página, y bajo los designios de un ocupante con prisas por normalizar la situación. Speer, el técnico, sabría lo que esperaban de él sus nuevos amos y cumpliría su misión a la perfección una vez más.